Project Description
Dos Escenas y Una Consigna
Dos escenas 1
Un cuerpo de mujer es hallado a la intemperie, sin vida. Entre colchones, neumáticos y desperdicios de un basural clandestino, hay rastros de sangre y semen. Es febrero de 1991. Estamos en un sitio eriazo de Pedro Aguirre Cerda, al centro-sur de Santiago. Las pesquisas policiales realizadas en el lugar determinan que el cuerpo sin vida de la mujer es en realidad el de una niña de 13 años. El encarnecimiento médico le da un nombre a ese cuerpo: Viviana Lavado, hija, hermana, compañera de curso, y vecina del sector. Retratos de Viviana aparecen en televisión y en los principales diarios de circulación nacional. Durante días la prensa especula sobre las reales motivaciones del delito. El morbo excita y conmociona al país, a la vez que hace levantar sospechas y relatos en torno a la eventual identidad del abusador y homicida. Se habla de un tío, de un compañerito de colegio, de un amigo cercano a la familia. Sin embargo, el caso a nadie le interesa tanto como a su propia familia. El crimen derivó en acuciosas indagaciones y una importante lista de sospechosos. Muchos de ellos, incluso, sus vecinos del barrio.
Casi veinte años antes del asesinato de Viviana, muy cerca, en esos mismos sitios baldíos, se proyectaba una utopía. El hospital Ochagavía, o el hospital para el trabajador fiscal, fue un proyecto ideado por Eduardo Frei Montalva, pero materializado por el gobierno de Salvador Allende. Habría de ser no solo el hospital más importante de todo el sector sur de la capital, sino el hospital más grande de todo latinoamérica. El 11 de septiembre de 1973, tras el golpe de estado que terminó de facto con el gobierno democrático de la Unidad Popular y con la vida de Salvador Allende, la construcción del hospital se detuvo. Sus instalaciones fueron desbalijadas por los militares golpistas quienes lo primero que saquearon fueron los recientemente instalados ascensores. Que el suelo estaba malo, que el edificio se hundía, que no pasaba el siguiente terremoto, que fantasmas penaban el recinto. Por años en el lugar, se creó toda una mitología de relatos oscurantistas que buscaron impedir que el cuerpo de hormigón armado de casi 84 mil metros cuadrados, fuera reutilizado.
Podríamos creer que no hay relación alguna entre estos hechos, sin embargo, algo hubo entre medio de estas dos escenas que las vincula, y que hoy nos resulta al menos digno de observar. Quizás sea ese silencio, ese silencio trágico en el que se mantuvo el edificio y que lo transformó por años en cruel alegoría de una historia social de desarrollo postergado y una territorialidad urbana amenazada por los fantasmas de las ruinas y el olvido. Quizás sea ese trágico silencio el que aquí contrasta, cual paradoja, con la brutal y estruendosa aparición de ese cuerpo de mujer, la sobre-exposición mediática de la que fue objeto, y el obsceno morbo con la que la prensa, en medio de la recién iniciada “transición democrática”, trataron la noticia. La muerte de Viviana Lavados llenó las páginas de la crónica roja, y bajo cierto aparente tono de objetividad, acaso des-ideologizado, inscribió sobre su memoria un doble daño. No solo amplificando innecesariamente el horror del crimen, sino desfigurando las complejidades de su narrativa. Porque al criminalizar clasistamente el delito, se estigmatiza un barrio, y con ello el anónimo tránsito de quienes ahí viven. No resultaría exagerado decir que fue ese mismo sentido de abandono, olvido y postergación que transformó una gigantesca infraestructura arquitectónica en un elefante blanco, el que casi veinte años después permitió las condiciones de violencia bajo las cuales el brutal asesinato de una joven pasara a formar parte decorativa de la normalidad delictual.
Porque así como un edificio se convierte en una cruda metáfora de como los proyectos de cambio de una época, y sus correlatos de justicia social, igualdad y asistencia estatal, pueden terminar de golpe fracturando lo más profundo del tejido social de una comunidad, así también, un cuerpo abandonado a la intemperie, signado por el anonimato de su lugar de origen, erosionado por la vulnerabilidad inmanente de su condición, nos habla, en su silencio, de cómo una comunidad ejerce violencia sobre sí misma. Dicho lugar está compuesto por intersticios geográficos que blanden el paisaje, y que se transforman en porciones de territorio que, como articulaciones dislocadas, triangulan un espacio intermedio donde la mirada no llega. Donde la violencia, en sus múltiples expresiones, transforma el paisaje urbano en desfiladeros de muerte. En verdaderas escenografías del desamparo, donde aparece el más crudo relato sobre sus marginalidades: la delincuencia, el tráfico de drogas, y el más pueril y ramplón lumpenaje. Despoblado de cualquier heroísmo literario, dicho relato termina por volver el bucólico paisaje de semi-ruralidad urbana, en un simple eriazo tristemente célebre para las páginas de la crónica roja.
Bastó, sin embargo, que un proyecto empresarial privado quisiera reactivar la vida del edificio para que los mitos que por años justificaron su abandono, se disiparan. La captura neo-liberal recicló —de forma muy oportunista— el esqueleto del edificio, y lo convirtió en un centro de bodegaje empresarial. Un nuevo foco de negocios que le cambia la cara al barrio, con muy discretos y funcionales servicios a la comunidad, se dispone allí, muy cerca de donde hace 30 años, un cuerpo de mujer fue hallado sin vida a la intemperie. El crimen fue resuelto pocos días después, luego que dos vecinos de la niña, acaso por la incontenible presión mediática, confesaran haber perpetrado el delito. Los aparatos policiales y jurídico- punitivos operaron de inmediato, sin sobresaltos ni grandes pesquisas. Fue así como, tanto el edificio, como el nombre de Viviana Lavado quedaron inscritos hasta el día de hoy en la memoria de los fantasmas que rondan y habitan este barrio.
Una consigna
Como parte de las llamadas dislocaciones escénicas del proyecto Cuerpo Indisciplinado, Cristián Inostroza tomó una serie de fotografías a vecinos de este barrio, apostado justo en el frontis de las ruinas del ex- proyecto de hospital Ochagavía. La convocatoria llamaba a los vecinos a sacarse la última foto con el edificio antes de su modificación definitiva. La ludicidad del gesto, los usos de la pose fotográfica como procedimiento de montaje y desmontaje de signos sobre los cuerpos de los mismos vecinos que habrían sido beneficiados por el hospital, ahora en tono levemente paródico, hizo del emplazamiento a la comunidad, una invitación no exenta de contradicción y nostalgia. La ruina levantada como telón de fondo estaba invitando no solo a mirar la contingencia inmobiliaria que torcía la vida barrial, sino la inmediata persistencia de muerte que habitaba en ella.
El sino lúgubre del retrato, su momento mori, capta lo que refracta el disparo de la cámara, y al mismo tiempo clausura el recorte del plano que ubica siempre en el centro al protagonista. Para este caso, eran sujetos anónimos de quienes poco o nada sabemos más que una singular circunstancia: ese alguien que iba pasando, ese día de Mayo de 2014, por ese lugar —lo más probable— bastante cercano a su casa, y que quizás sin otra intención más que el deambular cotidiano de la vida agreste que cargamos a cuestas, quiso acortar camino, y cruzar el desértico plano horizontal que hay entre calle Club Hípico y calle Manuela Errázuriz. En medio de dicho descampado eriazo de Pedro Aguirre Cerda, el montaje de una sala de espera, todo su mobiliario médico, y una camilla al centro, devino de pronto escenografía. Así,
se levantó un registro que bajo la impostura de la ficción hizo aparecer la persistencia ucrónica de un tiempo paralelo. Esa nostalgia por aquello que solo pudo existir como imaginación, o como falsa promesa de un progreso que nunca llegó. Dicha instalación, cual puesta en escena itinerante de una obra de teatro fantasma, fue habitada por actuaciones imprevistas, espontáneas, ante todo lúdicas, y cuya intensidad difícilmente podría acá describir más que diciendo lo obvio.
Recorrer las imágenes y mirarlas en detalle, es hacer de esa vitrina de cuerpos un pequeño compendio de relatos vivos, todavía no archivados e imposibles de volver a convocar. Allí, la claridad de las imágenes se vuelve opaca. El brillo se torna pátina que recrudece y obstruye incluso la propia memoria. Y no por la melancolía propia de una época que obcecadamente insiste en reclamar aquello que la violencia de estado le privó. Ni por esa nostalgia partidista que, enceguecida por la disciplina de su propio relato, encuadra precisamente el punto ciego donde se dibuja y desdibuja lo que ignora. Es más bien, el resplandor fantasmagórico de los cuerpos que han transitado en silencio delante de ese fresco amurallado que el lente de la cámara imaginariamente proyecta. Porque las imágenes dejan ver siempre todo aquello que no aparece en las imágenes. Lo verosímil del encuadre, como en reversa, hace emerger un engaño.
Es fácil tomar fotos. La democracia del consumo y el endeudamiento nos provee de dispositivos cada vez más accesibles. Situación intrascendente sino tuviera efectos directos en las formas en las que miramos. Por lo pronto, favorece el ejercicio de una mirada perversa. Esa que con ingenuidad pero eficiente y oportuno sentido de la composición busca la belleza. El impulsivo recolector de imágenes es, aunque lo ignore, un perverso coleccionista de sus más íntimas privaciones. Orgulloso de su delicadeza y de su fino sentido de hallar orden en medio del caos, obtiene vejatoria plusvalía incluso de los decorados de la miseria a los que asiste con poco más que turístico intéres. Su lente hace de la ruina, un objeto decorativo. Convencido de que ante dicha provocación había que ser capaces de asumir una postura crítica, el mismo Eisenstein, intentó resarcir de dignidad el recorte del plano de su principal protagonista —el pueblo—, pues entendía que la gente no desea ser filmada mientras sufre. Así, incluso contra dicho marco ético, en plena profanación del contrato tácito implicado entre el filmar y el dejarse filmar, el impulsivo recolector de imágenes, saca fotos como quien no repara más que en el cuidado de la máquina que sostiene en sus manos. Y por eso es indolente. Desidioso. Ignorante de la esclavitud que padece. Todo uso de la cámara implica una agresión, dijo S. Sontag, entendiendo que nadie está libre de ejercer violencia incluso inadvertidamente.
Pero la imagen siempre es otra. Desaparece en su aparición inmanente. Engaña a la pasiva contemplación del recuerdo. Se burla de todo realismo evangelista. Del relato unívoco. Y sin embargo, hace resplandecer, cual destello macabro, la trémula risita parlante de un tiempo que habitó ayer, hoy y para siempre la contingencia del retrato. Se resiste al interior de aquello que Rodchenko supuso, quizás su principal utopía. La detención del presente, la captura de un destello, del obturador que busca en el retrato unicamente el momento justo. La foto detiene el curso del presente en un tiempo inequívoco. Era eso, también, lo que Flaubert llamaba le mot juste, cuando en el ejercicio diario de la escritura intentaba dar con el vocablo preciso —ni una parecida, ni una cercana: la palabra justa— que reafirmara su aparatoso proyecto de la novela interminable que nunca dejó de escribir.
Con todo, quizás una de las principales virtudes que hay en esta serie de fotografías, es que en ellas se alterna la presencia de muchos tiempos en uno. Conciente de la importancia de la acción, Inostroza multiplica los tiempos del relato para que la suspensión fotográfica, su momento justo, no solo cite la triste memoria del crimen, y al mismo tiempo, la infame postergación de progreso que lo enmarca, sino que ante todo pueda sobrevolar el curso de la vida vivida, grácil, llana e imprecisa, vistiendo de ceremonia un momento de juego, de particular cariño y lucidez, y finalmente transformando un gesto lúdico, en una postura de orgullo, de altivez, de dignidad. Y con ello establece una sentencia reafirmatoria. Un justificado reclamo. Una exigencia inapelable. Una estruendosa verdad. La de una voz que en, medio de la violencia, es al mismo tiempo muchas voces. Que se resiste pero conforma comunidad, cuerpo colectivo. Piño. Sin duda, un gesto de ternura y rebeldía. Acaso una consigna.
1 Este es un fragmento del texto “La escena dañada”, publicado en “La Clínica. 2013-2017”. Santiago, Chile.
Erdosaín Ediciones Ltda. P. 137. Ha sido levemente modificado con tal de ajustarlo al presente encargo.