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Del Murmullo a la Vociferación

Las fotografías exhibidas hasta el 25 de agosto en Galería Metropolitana corresponden a doce casas de la Villa Comercio II de La Granja. Sus fachadas de rejas y puertas cerradas se abren aquí a partir de los relatos que salen de cada una de ellas. Los habitantes de estas doce viviendas decidieron aceptar la invitación de Cristian Inostroza para hacer público un relato íntimo, personal y oculto en la rutina diaria: aquella de la monotonía de eternos y hacinados viajes de la casa al colegio, de la casa al trabajo, de la casa a la universidad, con el único deseo del descanso que significa volver a un mismo destino cada final de día. Las llamadas “poblaciones dormitorio” consagran su existencia al transformar a quienes viven en ellas en ocupantes más que en habitantes. Nunca vivir significó más hacer uso de la casa con tanta inercia y desgano, motivados únicamente por el cansancio de una existencia injusta, violenta y desigual.

El deseo indolente por el descanso es removido, siendo recompuesto en la forma de múltiples deseos que se cruzan, se pliegan y contraponen entre sí, dando origen a una narración donde las voces privadas se vuelven públicas. Los habitantes de cada una de estas doce casas accedieron a dar sus relatos, pero también a recibir. Cada uno tuvo en sus manos el audio de su propio testimonio, para ser reproducido en sus equipos de música, todos al unísono, en un día y hora determinados. El relato es devuelto para comenzar a expandir su circulación, para volverse a dar. Anhelos políticos, familiares, reducidos al espacio privado de la casa se propagan hacia otras, recomponiéndose las voces de un barrio que parece, desde su encierro, no escucharse a sí mismo.

Sin embargo, lo que vemos hoy en Galería Metropolitana no son más que los vestigios de esa experiencia. A modo de rastros, las fotografías intentan recrearnos la escenografía desde la que surgen esos relatos. Hoy cambian y se posicionan sobre nuestras cabezas; se ubican estratégicamente en los dispositivos que los almacenan, invitándonos a una escucha dispersa y atenta a la vez.

Pero el espacio de la galería guarda dentro de sí otro vestigio, más bien un recuerdo. La apertura de “Recomposición periférica” repitió la acción sonora de la Villa Comercio II, teniendo ahora como protagonistas a los vecinos de algunas casas aledañas a la galería de Pedro Aguirre Cerda. La escucha se volvió flujo y movimiento, y cambió el curso de los actos de una inauguración cualquiera. Motivados por las voces dispuestas por los vecinos a las afueras de sus casas, sin premeditación ni acuerdos previos, los asistentes decidimos salir del espacio de la galería, y caminar por el pasaje para captar los relatos de quienes decidieron mostrar su voz. Algunos leían con rabia líneas preparadas especialmente para la ocasión; otros expusieron los anhelos y afectos de una vida de barrio que persevera por desbaratar el destino de otra periferia más vuelta “dormitorio”. El relato que sonaba más fuerte era justamente el de las palabras más confrontacionales; otro que sonaba a menor volumen, permitió que varios de nosotros nos arrimáramos al aparato desde el cual salía el sonido. El oído disperso pasa a una escucha atenta que significa la experiencia misma de atender, y desde sus dos vertientes: disponemos los sentidos hacia un objeto y sus manifestaciones, a la vez que acogemos un deseo. La facultad de atender condensa en sus significados la experiencia colectiva e individual que significa la escucha en “Recomposición Periférica”.

Entre el asfalto frío y la neblina, las voces atrevidas, agradecidas y anhelantes, recompusieron algo más que a un barrio y sus vecinos. A menudo los sentidos cuando nos son estimulados, se quedan en eso: en el placer o el disgusto finito, determinado y pasajero, producto de una acción ejercida sobre ellos. Pero aquí el estímulo sonoro es desbordado. Quienes decidimos largarnos a la escucha, sentimos que algo de nuestras internas periferias tomaba parte en un centro. Los relatos encontraron un espacio que parecían estar buscando hace un tiempo; se movieron del territorio inhóspito de lo no dicho, hacia el espacio infinito de la voz que se da y la escucha que se recibe.

Las periferias citadinas se expanden sin misericordia, irresponsablemente se nos hace pensar que existe un único centro como posibilidad, y que en este ya no queda espacio: creció tanto que expulsó casi fuera de sus límites a quienes alguna vez lo habitaron. No quedan cupos ni puestos vacantes para convivir en él, es imposible asentarse: todo es pura rapidez, smog, estrés y existencias que, cuanto más vacías de contacto, están más llenas de rutina. Parece no haber espacio para hablar. Ni siquiera para hacer oídos sordos; porque el del lado parece no tener nada que decir. Y cuando aparecen, las palabras se agotan en el mismo momento en que se las dice; nacen muertas en la imposibilidad de contener y reflejar los deseos de quien las emite. Pero entonces las fichas parecen no estar en decir, sino en la actividad posterior: todo lo dicho se acoge a la escucha que, como segundo acto, resucita esa palabra muerta al encontrar lugar en un otro, que puede vaciar y volver a llenar lo dicho.

Es entonces cuando el deseo por la escucha provoca que haya un movimiento. Es recompuesto el cerco de una identidad barrial, construida a base de afectos comunitarios que se multiplican en sus reproducciones, escuchas, calces y descalces de enumeración infinita. Esta recomposición es lo más alejado a una pieza de música docta: no hay versiones definitivas, sino incontables e indeterminadas mutaciones.

Pero hay más de un registro. Por fuera de los dispositivos de almacenaje y reproducción, está la escucha y los recuerdos que la hacen reverberar. El registro es el recuerdo de la voz escuchada, está ahí en el espacio del recuerdo, en el mismo espacio del habla y de la escucha. Ya no son vestigios ni rastros, sino que la aprehensión de una experiencia, que recompone periferias barriales y públicas, que restituye extramuros internos y privados.

Las voces se hacen una y múltiples en su reproducción y en su escucha; se abren aquí a la posibilidad de interactuar entre ellas y con ellas mismas. Aquí, el deseo de decir algo es la búsqueda por ser escuchado: el trance de la hermosa incertidumbre de pasar del murmullo a la vociferación.